Querida lectora, te voy a pedir un favor. Hacía lustros que no lo hacía, casi décadas ya, y esta vez no va a ser sexo. La cosa es ésta: empecé a escribir una novela que formaba parte de un proyecto un poco más grande y complicado. El proyecto se desinfló, pero yo ya tengo el esquema, sé lo que quiero contar y cómo, y hasta tengo el arranque del libro. Seguir con ello me complica un poco la vida, tengo que desandar algunos caminos, pero la verdad es que es la idea que mejor cocinada tengo en la cabeza. El tema en el que deriva después (tiene que ver con el vino) me gusta y no. Si no sigo, siempre lo puedo cambiar por escribir otro desde cero. Eso también me pone.
Así que el favor es éste: leas cuando leas esto, ya sea ahora o dentro de unos meses, ¿podrías ser tan amable de contarme qué te ha parecido? La pregunta principal es ¿Te ha dado ganas de seguir leyendo? y luego ya si eso puedes contarme otras cosas: qué te han parecido los personajes, a quién te recuerdan, si el estilo te resuena a algo... lo que quieras contarme.
Aquí va la primera parte del Capítulo 1. Transcurre en una casucha molinera de El Puerto de Santa María, en los 90.
La última palabra que el tío la Raya invocó en este mundo
fue “ge”, la letra ge. Estaba tan en las últimas que ya no hablaba más que
ronquidos. Le habían apuntado el
alfabeto en el orden que Dios les dio a entender sobre el dorso de un cartel de los toros, para que señalara letras. Como
quiera que tardara mucho en alzar el brazo para ir de la primera a la
segunda, sus deudos trataban de adivinar lo que decía sólo con la inicial, al
principio por ser solícitos, y luego porque ya no sabían cómo entretener las
horas. Se conocían de memoria los desconchones del yeso de la pared y la cara
de fastidio del Cristo que quería escapar del crucifijo y los rayones en los
hierros retorcidos del cabecero de la cama, muescas de cada una de las
concepciones de los 7 hijos del moribundo. Al final, le quitaban enseguida el
cartel y se lanzaban todos con entusiasmo a esa versión expirante del veo-veo
que añadía a la colección de síntomas definitivos del patriarca de
los Ralla el mal humor, aunque no lo podía decir, como todo lo demás.
Todos evitaron escrupulosamente pronunciar las dos palabras
más probables: g’ucha, porque habían esquilmado los exiguos ahorros del cerdito
del patriarca en las últimas semanas, y g’amón, del que ya sólo quedaba el
hueso, y se lanzaron a agotar el diccionario, empezando por las palabras que
nombraban los objetos más cercanos y acabando en el disparate: de la g’acha y
el g’arrrón a la genuflexión y un g’amelgo. Expiró con esta última, pensando
que eran todos unos borricos.
Los velatorios tienen eso de que vienen tantos vecinos del
pueblo y tantos primos a los que no veías desde nosequé boda que al final lo
único que se te ocurre es el relato riguroso y pormenorizado de lo que pasó en
esas últimas horas. Y así, el misterio de la ge se convirtió en la parte
culminante del relato y fue pasando de corrillo en corrillo “lo último que dijo
fue ge”, “sus últimas palabras fueron ge ge”, “se despidió de mundo con
jejeje”. Y la hilaridad se fue contagiando por la casa y se pasó del jejeje a
las grandes risotadas y los que iban entrando se encontraban a los que ya
estaban allí llorando de la risa y se unían sin saber por qué, sin que nadie
pudiera parar las carcajadas hasta mucho después de que se metiera por fin al finado en el hoyo.
Como fuera un año tirando a yermo en lo tocante a cosas de
reír, el letrista de la chirigota carnavalera más malafollá del pueblo, la que reunía
corros que paraban el tráfico, se quedó con la copla para una de las suyas:
No vea el cashondeo la última hora del tío la Raya
Que como andaba tieso dijo una letra en ve unas palabras
Nadie en El Puerto supo cuál era el punto que el tío la Raya
iba señalando
Y su mujer pensaba “hay que ve el hombre, que todavía lo
está buscando”
Y el estribillo
Ge Ge Ge, si no es un punto no sé lo que é
Y así entró en la orfandad Bruno Ralla a los 11 años, con un
rencor hacia todo su pueblo que solo veía él, uno que se exacerbaba cada vez
que le lanzaban el cuplé borde en el patio de la escuela. Tampoco en casa
llevaba bien la desgracia de no ser siquiera el pequeño: era el sexto, el
penúltimo. Con tanta gente, aquello siempre había sido más una selva que un
hogar, pero ahora, sin su padre, un poco más. Y él era el roedor de abajo de la
pirámide alimenticia, el que solo sirve para un aperitivo. Severo, Amadeo, Pío,
Benedicta, Nieves y Roque, todos sus hermanos mandaban más que él. Todos habían
sido bautizados mirando el santoral que venía en el Calendario Zaragozano de agosto,
porque todos habían nacido justo 9 meses después de los primeros fríos que
llegaban a El Puerto. Él en cambio, era el caso raro de octubre.
Cuando al tío la Raya le preguntaban cuántos hijos tenía
solía contestar que unos 6 ó 7, que no sabía, porque se movían mucho, pero que
lo que sí que sabía es que comían a mala leche. Para hacer frente a esa inquina
alimentaria, el padre de Bruno saltaba todos los mediodías de la cama con...
(Continuará)
(O no)