Sería el otoño de 2012. J tenía que trabajar en Lausana durante unas semanas. Yo, paseaba o la esperaba supuestamente escribiendo en ese pulcro apartamento con estupefacientes apellidos en los buzones como Kafka o Darío o así.
Sí, claro, recuerdo el lago y los patos; el bar belga y la plaza de La bella y la bestia. Sobre todo, el amor fugitivo en las montañas: la caminata por la ladera blanca en la que no se me enfriaron las manos, las raclettes frente a la chimenea, las altas vistas del lago Lemán desde la habitación. Todas las fotos que ardieron con aquel disco duro y que ya sólo malviven, precarias, en mi cabeza de chatarrero, porque en la suya, no creo. Debería, pero no puedo, no recordar la deslumbrante palidez de los vértices de su desnudo en aquella cabaña. O quizás era la nieve.
No sé si escribí más, pero escribí esto que ahora aparece en El Cajón (navidades=cajón: me prometo parar). No era para publicar, sólo para un trabajo de la uni de la hermana de Pe. Le dije a él que me había salido regulinchi, me dijo que muy bien no estaba, y lo archivé para siempre. Siempre era hoy. Hoy, que la carne es triste y he leído todos los reportajes, me parece que los (mis) textos de viajes deberían ser siempre así.
Mi lugar favorito del mundo es Lausana
No hay preguntas que más veces oiga un periodista de
viajes que “¿dónde me voy de vacaciones?” y “¿cuál es tu lugar favorito del
mundo?”. Todos tenemos una cara de póker ensayada para la primera y una buena
respuesta preparada para la segunda. La mía es: cualquiera. Cualquier sitio en
el que haya podido salirme del mapa. Haced una prueba: pensad en vuestro
pueblo. Seguro que en la zona hay un regato de égloga pastoril o un monte con el atardecer de la Tara de Lo que el viento se llevó. Y si no tenéis
pueblo, en vuestro barrio conoceréis un lugar donde ponen la mejor
oreja empanada del mundo. Y, ahora, buscad todo eso en una guía, buscadlo en
internet. No sale. Pero vosotros vais a ser más felices ahí que en el Taj
Mahal. Y más veces.
Los paraísos no sólo están abarrotados, no sólo no suelen ser para
tanto, sino que, además, se cuentan mal, por muy favorecidos que
salgan en las fotos. A la única entrevista que me han hecho como periodista de viajes la titularon “Benidorm es estupendo como material literario”. Conozco a poca gente capaz de llegar hasta la última línea de un reportaje sobre las Quirimbas, mientras que en un relato sobre la costa de Alicante pasan cosas todo el rato. Un lugar con peluquerías abiertas las 24 horas es un lugar abarrotado de historias.
Así que, aquí estoy, en Lausana (Suiza) dispuesto a averiguar si todo lo que digo en
los dos párrafos anteriores es una boutade. La ciudad es un núcleo
industrial a orillas del Lago Lemán, a 65 kilómetros de Ginebra. Se habla
francés. Parece uno de esos lugares que se despachan con un párrafo cortito en
las guías turísticas. O con ninguno. Es por la tarde y es de noche. Salgo un rato y paso frío.
Todo es muy caro. Le pregunto a una chica española que vive aquí que qué hace
la gente para divertirse. Me mira estupefacta y tarda unos segundos en
responder: “nada”. Los lausaneses parecen pensar, como Pascal -quien probablemente meditó la
teoría de la probabilidad en una tarde como esta a 500 kilómetros de aquí- que todo lo malo de la vida te pasa por salir de casa.
Lausana es un sitio seguro y
mortalmente tranquilo. No es descabellado pensar que en un principio la palabra
suizidio se aplicaba aquí al crimen que cometía un suizo contra otro, pero que
fue evolucionando hasta aplicarse al crimen que cometía un suizo contra sí
mismo, que pasaba más. Los suizos parecen también poco comunicativos, como si
sólo se relacionaran lo justo para comerciar (“un pan”, “tres euros") y procrear
(“en tu casa o en la mía”, “donde sea, pero no hables tanto”).
Pero Suiza, ese
pueblo con fama de neutral a fuerza de aplicar Neutrex a los billetes de todo
el mundo, resulta ser inesperadamente un pueblo en tensión, con la paranoia
colectiva que se le puede suponer a una sociedad que obliga, por una ley de
1963, a que las casas se construyan con búnker nuclear. O que cuenta con un
servicio militar obligatorio que dura toda la vida. Todos los años, todos los
varones suizos se van una temporadita de maniobras, un par de semanas o cuatro.
Les ves pasar en la caja de los camiones, cargan mochilas y juegan a la guerra. En mis visitas al
país nunca he conseguido que nadie me diga cuál es el enemigo concreto contra el que se preparan.
Pero estamos en Lausana, donde las maniobras militares suenan a divertidísima ruptura de la rutina. En un paseo por el centro, enseguida te topas con la zona de la estación de metro de Flon, donde se tocan la Plaza de Europa y la Plaza Central. Es un grandioso hoyo a dos niveles cruzado inesperadamente de puentes,
ascensores y escaleras que comunican buena parte de la animación comercial y
gastronómica de la ciudad. Todo el mundo parece estar de paso. Lausana, que
está hecha de tres colinas con mil cuestas, tiene la forma de un embudo que
bien podría converger aquí.
De una discoteca sale una canción de M83 que sólo
tiene un año. En una esquina, los típicos maromos étnicos me paran y me citan
nombres de drogas. Me pregunto por qué a mí, hasta que me doy cuenta de que el
gorro que llevo tiene una hoja de marihuana enorme. Me pongo de deberes
averiguar cómo se dice “¿que si quiero o que si tengo?” en más idiomas y le doy
la vuelta al gorro.
Entro en el bar belga Les brasseurs y resulta que allí
estaban todos. Muchas mesas llenas y un relativo vocerío en torno a las
cervezas de elaboración propia y los mejillones a buen precio. Junto al puente
Bessières paso por todos los bares que me han recomendado: Bluelezard,
Darling, Lido, Jaggers y Buzz. Están muy tranquilos. No entro en ninguno. Me
doy una vuelta por lo que parece el casco viejo. Así, de noche, se adivina una
desproporcionada catedral de aire germánico precedida de unas escaleras de
madera que me habían recomendado y que sí, son unas escaleras. Y de madera. Y
antiguas. En la plaza del Ayuntamiento me han dicho que hay un Ayuntamiento,
una fuente con una pintoresca figura y un reloj que da las horas cada hora. Voy,
y está todo ahí. Lo que me falta por encontrar es lo que no encuentro en mí. No
hay nada que me confirme que si te sales del mapa y los horarios te topas con
El Viaje. Me voy a dormir.
A la mañana siguiente, me decido a bajar hasta el
lago. Por el camino se me olvida pulsar el botón del paso de peatones y un tipo
me gruñe. Cruzo por donde no es y un conductor me amortaja con la mirada.
Afronto un semáforo a destiempo y el dueño de una furgoneta amaga con
atropellarme, pero no me atropella. En mi pueblo si te saltas tres normas no
escritas lo más probable es que acabes en el pilón. Aquí sólo te miran mal. Sí
que son más civilizados.
Voy bajando hacia el Lago Lemán o Lago de Ginebra,
depende desde dónde lo mires, y paso por muchas oficinas llenas de lausaneses
interactuando con su ordenador, casi todos con tablas de datos, ninguno con
Facebook. Al principio me siento contento, afortunado y ligero de pies. A
medida que voy llegando al lago y el frío arrecia, empiezo a mirarles con un
poco de envidia, parece que no hace malo en las oficinas. Para cuando llego al
lago y empieza a nevar, pagaría por que me dejaran ponerme delante de un
Excel calentito.
Me acerco a la orilla. Enfrente se ven las montañas italianas,
altísimas y que parecen llegar directamente hasta el agua. De pronto, todo a mi
alrededor se llena de patos y cisnes y gaviotas que me inquietan un tanto. No sé
si son plantígrados blogueros que vienen a ver si pueden sacar algo o si
traen peores intenciones. Hago unas fotos con zoom, por no acercarme mucho, y me
doy cuenta de que nunca podré ser fotógrafo de fauna salvaje. Me cambias el
pato por un tigre y me desmayo.
Miro a mi alrededor: el lago, las aves, el
césped, el parque y los yates del puerto deportivo cubriéndose de una nieve
que baja lento, que llena el aire. Me quedo allí mucho rato y entiendo cómo
de libre te puedes sentir bajo la nevada. Quizás nunca he visto una tan
insistente, tan espesa y tan flotante. Nunca he asistido al vuelo en formación de
una bandada de patos que salen del agua para elevarse hacia los copos. Me
conecto de golpe con todos los hombres que han estado parados alguna vez bajo
la nieve, tan ajenos a mi clima cotidiano de sudeuropeo, y los entiendo.
Admiro a los lausaneses por primera vez. Puede que sea fácil construir una
Catedral o una revolución en el Trópico, salir al aire libre a hacer cosas
locas bajo el sol. Pero no lo es tanto levantar una ciudad tan sólida como
ésta mientras el aire se congela alrededor. He encontrado mi oreja empanada y tenía razón: sacas un pie del mapa y de la agenda y suceden los prodigios.