Si no me hubiera enamorado nunca, no estaríamos aquí ni vosotros
ni yo. La primera vez que se me ocurrió torear lo que quería era
impresionar a una chica rubita de 9 años que me habían dicho que
quería ser mi novia. Ya me diréis qué otras razones puede haber
para jugarse la vida delante de un animal que pesa exactamente 10
veces más que tú y al que no le hacen falta ni cuernos porque te
podría zampar de un bocado. Mi carrera taurina terminó con mi
hermano lanzándome por encima del burladero agarrado del pellejo,
como a los chotillos, mientras pataleaba en el aire. Luego, ella y yo
nos fuimos a un lugar apartado y oscuro y como no sabíamos qué
hacer la besé en la mejilla y salimos corriendo. Al cabo de los años
aquel rincón de romanticismo rudimentario se destapó como el
desagüe de todos los vecinos de alrededor. Y eso es una metáfora
tan diáfana como apestosa sobre la esencia del amor.
Si una francesa de 15 años no me hubiera dado mi primer beso con
lengua en un ascensor mientras yo apretaba los dientes con terror,
quizá yo nunca hubiera tenido esa imagen de las francesas como unas
frescas muy deseablemente avanzadas y no me hubiera apuntado a
francés en la Escuela de Idiomas. Llegué hasta la parte de la
fonética y ahora soy capaz de leer cualquier texto en francés con
un acento perfecto y siendo perfectamente capaz de no entender una
palabra. Nunca más me he vuelto a besar con una francesa, pero voy a
seguir intentándolo.
Si no hubiera pesado sobre nosotros, adolescentes de epicentro
removido, la promesa de hipotéticos amores no hubiéramos
construido una chimenea en la fábrica de ladrillos que nos servía
de peña durante los veranos castellanos. Cuando estuvo terminada,
conseguí besarme con una chica en el sofá frente a la chimenea,
hasta que el humo, que salía por todas partes menos por donde debía,
hacía de antidisturbios del amor y nos evacuaba muy bien. La chica
sabía a pepinillos.
Luego vino lo de escribir. Mi primer poema lo escribí pensando en
una chica que me sacaba diez años. Como era casto y entusiasta, lo
amplié en un par de versos místicos y lo enseñé diciendo que
estaba dedicado a la Virgen. Creo que a San Juan de la Cruz le pasó
lo mismo. Luego esto de los parches y los añadidos y el hacer como
que estás escribiendo de otra cosa lo he trasladado a los artículos
y me ha funcionado muy bien y me ha salvado algunas tardes.
Tras eso, me dio por escribir para ligar, una cosa muy de tímidos.
Funcionaba en teoría, pero con el tiempo descubrí que a ellas no
les interesaba lo que escribieras, que lo que querían era un amante,
un novio o un marido, dependiendo de relojes biológicos varios, que
siempre parecen están pitando. O hasta de relojes de verdad, porque
hay novias que te tienen cronometrada la relación hasta que pasa el
verano o hasta que llega el siguiente. Y entonces ya no les interesa
lo que escribas, tus dotes taurinas, tu poliglotismo o tu pericia poniendo ladrillos.
Y sin embargo, amigos, el amor sigue siendo lo que mueve el mundo.
Piensa en la cosa más loca que hayas hecho y ahí detrás, en alguna
parte, está el amor o la falta de amor. El amor romántico, el amor
de pareja, el amor como eufemismo de “estoy salido”, da igual.
Ahí te tiene, varado en la estación de autobuses de Zaragoza a las
4 de la mañana, paseando por un congreso de peluquería en la feria
de muestras de Bilbao, deslomándote en mudanzas de cinco pisos sin
ascensor en Malasaña, pegándote trompazos entre la nieve mientras
escalas una montaña en Guadarrama, cargando por todo Palencia con un
equipo de grabación que requeriría una mula (que eres tú),
sometiéndote a un tratamiento exfoliante para que practique su prima
en Ronda, poniéndole a las cosas nombre de pastelito en el barrio
Salamanca.
Eso es el amor y si nos sigue funcionando, aunque sepamos como
termina, es porque no encontramos un motor tan poderoso para hacer
las cosas que transforman el mundo. Y consuela saber que no somos los
únicos. El tipo que lió a 20.000 obreros para levantar
el Taj Mahal en la era previa al gotelé quería recordar a una de
sus esposas, una tal Muntaz Mahal. Y por amor. Sus 14 hijos en común
son la prueba. Bueno, y el Taj Mahal. Groucho Marx empezó a levantar
las cejas porque una tía suya, pelirroja y mullida, le dijo que qué
ojos más bonitos tenía. Enrique VIII cambió de religión a todo el
país para poder enamorarse a gusto las veces que quisiera (que
fueron seis). El tipo de El paciente inglés vendió a sus amigos a
los nazis por amor, al parecer, como cerca de hora y media después de que yo
me durmiera en el cine.
Por no hacer esto muy largo, atajaremos diciendo que no todo lo
que somos, pero sí buena parte de lo que hacemos se lo debemos al
amor. Yo tenía esta barba antes de que estuviera de moda (por fin he
podido decirlo) porque una novia me dijo que odiaba las
barbas en todos menos en mí. Aprendí todos mis trucos de
comunicación no verbal porque quería atreverme a hablar a una
chica. Estudié periodismo porque Clark Kent tenía a Lois Lane. Me
vine a Madrid porque aquí el amor tenía menos letra pequeña. Me
trasladé a esta terraza desde la que escribo y que siempre me hace
sentir como que he pasado un día en el campo porque quería probar a
vivir solo con esa chica. He hecho grandes amigos porque siempre
estoy en los bares, unas veces buscándola y otras huyendo de ella.
Aprendí a conducir porque una novia me llevó a un pinar para
“enseñarme a conducir”, dijo. Y resulta que me enseñó a
conducir.
Así que, ¿por qué enamorarse?: porque aún te gustaría
aprender esgrima, pasarte 14 horas seguidas bailando (13 ya lo he hecho), pilotar un
avión, tener fuerzas para escribir una égloga pastoril de mil
versos, irte a vivir a lo alto de un faro, tener a alguien que
te mire dentro de los ojos y le guste lo que ve y no pida más. Por
probar.